Todos los caminos se pueden andar y desandar. Caso omiso a las normas de circulación, que son un artificio de la sociedad. Desdeñemos el punto de no retorno, que es un concepto fabricado para justificar la falta de energía para darse la vuelta. Del mismo modo, todas las puertas son entrada y son salida: que no nos engañen con carteles, ni con explicaciones. Si debemos dudar de algo, es de su mera existencia.
Abandonamos el País Vasco con pena por dejarlo atrás y agradecimiento por haber vivido días inolvidables en los que se han confundido cultura, pasión y emoción hasta límites insospechados. Enfilamos la carretera de la costa en dirección a Bayona, localidad que históricamente ha sido puerta de los Pirineos. En su palmarés histórico se alternan velocistas, aventureros y escaladores, según si en aquel Tour sirviera de acceso o de huida. En este caso, la ruta parece plana en la altimetría pero en realidad es quebrada y traicionera. El alto inicial, Trabakua, puede alumbrar una fuga poderosa; en global, los 187,4 kilómetros supondrán un desgaste brutal para cualquier conjunto de rodadores que quiera controlar. En la puerta de los Pirineos, la ventana está igual de abierta para los oportunistas (un Alaphilippe enrabietado, un Politt desatado) y para los motores de gran cilindrada (un Van Aert afilado, un Pedersen concentrado). Las únicas certezas son el sol y las olas del Atlántico rompiendo con estruendo sobre la arena labortana.