Están a años luz de los récords de Eddy Merckx y gozan de mucha menos popularidad que otros pentacampeones del Tour como Jacques Anquetil, Bernard Hinault y Miguel Induráin. En total, son 67 los corredores que se enfundaron el Maillot Amarillo durante una única jornada (o incluso menos) en toda su carrera y que, a su manera, lograron transmitir un mensaje de excelencia y humildad. En el Tour de Francia de 1952, Andrea Carrea, gregario del equipo italiano y compañero de Fausto Coppi y Gino Bartali, lloró al enfundarse el Maillot Amarillo por considerarse indigno de un honor exclusivamente reservado a sus líderes.
Ser gregario es un oficio en sí mismo. Para algunos llega a ser un sacerdocio. Tal vez se decide uno a servir tras reconocer sus propias limitaciones. Ahora bien, nadie llega a convertirse en un servidor apreciado sin impregnarse de algún modo de la nobleza de la tarea, de un cierto sentido de la lealtad. «Hay que tener el alma bien dispuesta para considerar ideal un trabajo que te obliga a usar de forma anónima ese excedente de fuerzas que distingue a los vencedores para después renunciar a toda esperanza a las puertas del paraíso ciclista», escribía Jacques Goddet en L’Equipe homenajeando a Andrea Carrea. Y al mismo tiempo, a todos los ciclistas de su misma condición.
Al arrancar el Tour de Francia de 1952, Andrea Carrea acababa de ser partícipe de la cuarta victoria de Fausto Coppi en el Giro. El Campionissimo voló por la competición en un alarde de clase y potencia. A esas alturas de su carrera, inspiraba el máximo respeto al pelotón por su superioridad atlética y por mantener una actitud humilde en cualquier circunstancia. Sin embargo, para un ciclista como Carrea, nacido a apenas un puñado de kilómetros de Castellania, los vínculos jerárquicos y afectivos formaban parte de su ADN. Con la intención de proteger los intereses de su capitán, este gregario de lujo se sumó a una escapada después de 140 kilómetros de la etapa hacia Lausana. Al llegar a la meta de esa 9.a etapa, el grupo había rascado una diferencia superior a los 9 minutos. Al principio no se percató de que era el mejor clasificado de la escapada, pero Carrea acabó heredando el Maillot Amarillo entre lágrimas por temor a la reacción de Coppi, de Magni, a quien acababa de destronar, y de Binda, el seleccionador italiano. «Se le ve como un niño que hubiese robado un bote de mermelada a mediodía y que mira cómo se acerca su padre, plenamente consciente de su culpa», relataba el reportero de L’Equipe que acudió a recibir a la escuadra italiana a su regreso al hotel. Por supuesto, su castigo consistió en recibir las felicitaciones alegres y sinceras de todo el mundo.
Pese a tener la sensación de que la camisola le quedaba grande, Carrea tomó la salida al día siguiente de amarillo en una etapa distinta a las demás por varias razones. La novedad de ese año era la inclusión de la primera llegada a gran altitud en la historia del Tour de Francia. Y así fue como un modesto gregario quedó grabado para siempre en los anales del Tour como el primer Maillot Amarillo que remontó las 21 curvas del Alpe d’Huez. Todo un símbolo. En ese ascenso formidable, Fausto Coppi se impuso con autoridad y se enfundó el Maillot Amarillo. Ese día, el podio provisional lo ocuparon tres corredores italianos, con Carrea a rueda de un Coppi que se disponía a entrar de amarillo en territorio patrio para rubricar una fabulosa demostración de poderío en la etapa con meta en Sestriere. Todo había vuelto a la normalidad.
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